Si la pintura aún respeta una lógica que legitima su práctica y existencia en nuestra hipersaturada civilización de la imagen, es su capacidad de romper la representación, de abrir una grieta en la resbaladiza superficie de la pantalla LCD tras la cual la realidad cobra forma y acción; una grieta que, aunque imperceptible, tiene efectos permanentes e incisivos, destinada a abrirse cada vez más. Y es precisamente en torno a la idea de la grieta que Giorgio Petracci —pintor, diseñador, artesano de la abstracción— ha desarrollado durante años su investigación; grietas, las suyas, que abren a las palabras tanto materiales como imaginarias.

La grieta como herida en la carne, la grieta en la atmósfera que rodea el globo terráqueo, la grieta en la pantalla de un teléfono inteligente, la grieta en la pared exterior de un edificio más allá del cual no se puede ver el interior, pero que envuelve al espectador en otra dimensión espacio-temporal. La pintura, como sistema de visión, se convierte así en una herramienta para medir la relación entre el cuerpo humano, el cosmos y la psique, donde la herida sangrante equivale a una explosión galáctica, pero solo hasta el punto en que el cerebro puede interpretarla como tal. Después, solo queda el vacío.

Habiendo confiado tan ingenuamente la representación a las tecnologías digitales y no pudiendo ya retratarla a mano alzada, es como si la realidad misma recorriera las distintas fases líquido-cristalinas y se descompusiera ante nuestros ojos, una especie de big bang hacia atrás: de una imagen HD que se podía ampliar empujando el índice hacia arriba y el pulgar hacia abajo, al origen primigenio del universo cuando el espacio estaba atravesado por ondas gravitacionales invisibles, exactamente iguales a las que parecen empujar la materia de Petracci fuera del lienzo, invirtiendo al espectador y transformando lentamente la realidad circundante en vacío.

Francesco Spampinato (historiador del arte y la cultura visual)